martes, 5 de marzo de 2019

El escritor y su etiqueta.







Al final resulta que donde yo digo género es pulp y viceversa. Pulp como concepto que trasciende a su propia definición y roza con los dedos el imaginario de la cultura pop. Pulp o Neopulp, ojo, subgénero bajo la etiqueta general, como productos en la estantería de un supermercado. Novelas, relatos, cómics con vocación evasiva, de puro entretenimiento y alejadas de eso tan etéreo como es la pretensión, que tiene que entrar en un molde porque todo tiene que estar marcado y señalado. Pulp es pulp porque bolsilibro ha perdido su esencia sociológica, porque un nombre inglés viste más, donde va a parar, y porque el que está metido en el rollo sabe exactamente qué va a encontrar al comprarlo.


Pues vale, pues es pulp. Años queriendo quitarme la gabardina del pulp y al final para qué, por mis actos me conocerán: novelas de terror, de asesinos a sueldo, de ciencia ficción policiaca, novelizaciones de pelis de terror… Al final será verdad que llevo la etiqueta pegada en la frente y por eso no me he dado cuenta. Pero pulp no, neopulp. Y me he tenido que dar cuenta al hacer un análisis de mi propia obra y la repercusión sobre el lector. El estupendo prólogo que me ha hecho Víctor Castillo para Todos somos carnaza, no ha hecho más que apuntillar mi rendición.


Abro los brazos con la camisa abierta y me abandono al frenesí de las emociones baratas, de la tapa blanda, de las páginas devoradas a toda velocidad, a la furia del estilo directo, de la imaginación y la forma embellecida con cintura y oficio. Del profesional que piensa que más de trescientas páginas es alarde, del que ya no quiere dejar huella en ningún sitio ni dar golpes sobre la mesa del panorama literario. ¡Pero si he escrito tres novelas con pseudónimo anglosajón!


Decía Chester Himes que él escribía novela de acción criminal y que su compromiso estaba en las doscientas hojas en blanco, ni una más, que tenía por delante. Al final, todo se reduce a esas páginas en blanco y a las expectativas que ofreces al lector. En un mundo lleno de estímulos no puedo competir con Netflix, ni con propuestas editoriales de alto calibre, por lo que las casas donde trabajo y yo mismo tenemos que inventarnos formas originales para picar al lector, ya sea con una portada molona, una historia bien escrita, o una campaña en internet que no sea un coñazo.


La literatura de género popular, que no es más que la forma larga de denominar al pulp, ha sobrevivido al cine, a la tele, y llega al siglo XXI viva y medio coleando. No hay HBO que pueda con una novela sujeta con una mano, con el lomo doblado, mientras le robamos horas al sueño o tenemos un momento duro en el váter, en el bus, o en la cola del médico. Novelas de amor, de misterio, de asesinos y asesinatos, de autores de moda que nos ejercitan la imaginación, que frenan la pérdida de vocabulario y nos hacen leer más que un tuit o un titular compartido en redes sociales. Podrá haber menos lectores, pero el interés es el mismo: ansia de evasión a través del medio escrito.


Da igual que te lean diez, cien o mil. Al final se quedarán por las historias, porque les hace gracia cómo escribes, o por no perder la costumbre de la lectura. Si esto es pulp, pulp minoritario y de resistencia, pues lo soy. Hay etiquetas peores.

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