domingo, 29 de abril de 2018

Mad Max, el saxofón de Maurice Jarre y la ballesta molona.







Conocí la tercera parte de Mad Max a través de los anuncios de la tele y del pedazo de cartel promocional de cine. Paseaba con mis padres un fin de semana y vi ese poster flipante, con Tina Turner en plan guerrera y portando una de las cosas que generan más molonidad, una ballesta de mano. Más allá de la cúpula del trueno, leí. Madre mía.
La peli se estrenó, salió en videoclub y yo la perdí de vista. No fue hasta una emisión televisiva cuando pude ponerla a grabar con la sana intención de quemar la cinta a visionados.  Además coincidió que fue grabar la peli y coger un gripazo de esos que hacen que salgas de ellos con un par de centímetros más y dolor de rodillas. Me tiré una semana purgando la fiebre a base de leche con miel, mantitas, muñecos GI Joe y Mad Max 3. La  curación estaba más que garantizada. 
Recordar esta película es ser asaltado por el saxofón de la banda sonora de Maurice Jarre. Tengo esa musiquita metida en la cabeza, acaso todavía la tengo, y estoy seguro de que me haré viejo, olvidaré si llevo calzones o no, pero tendré ese puñetero saxofón tatuado en las meninges.  ¿Y la peli? Me dejó muy descolocado. Donde había un coche brutal V8, aquí teníamos a Max con un convoy de camellos. Pero seguía molando con esa peluca llena de polvo y la secuencia donde chulea a los matones de Negociudad o cuando deja su arsenal antes de reunirse con la Turner.  Una Turner que estaba en la cresta de la ola y cuyas canciones de las películas ponían en todos lados. ¡We don´t need another hero, tututún! La peli me flipó a tope, llegando a niveles de olvidarme de la fiebre en la escena de la cúpula, con esa pelea salvaje contra Golpeador, el silbato y la motosierra que se queda son gasolina.
A partir de ahí sentí una bajona increíble. Años después descubrí que el rodaje y el montaje de la peli fue un sindiós, y que la trama de los niños perdidos y lo que ocurre posteriormente fue un apaño por movidas entre Miller y la Warner. Tendría que investigarlo pero la peli se convierte en una copia edulcorada del climax de la segunda que sólo se salvaba por el ensalzamiento de la mitología de Max, al igual que pasaba en la segunda parte.

La vi un puñado de veces en esa semana. En aquella edad uno se puede permitir el lujo de ver una película una y otra vez, como desafiando la primera sensación. Tal vez no sea mi peli favorita de la serie, pero le tengo un cariño tremendo a la primera media hora. Ah, y al saxofón de Maurice Jarre.

martes, 24 de abril de 2018

Mad Max 2, el bosque de eucaliptos y la tele que se veía mal.




Pasar las vacaciones de verano en un camping está en el pódium de lo mejor que te puede pasar cuando tienes diez u once años. Días a manta con una bicicleta, playa, latas de albóndigas, frigopiés, tebeos del Capitán América de Mike Zeck… Os podéis imaginar el plan. Ese año tocó recorrer mil kilómetros, en un viaje nocturno con un cassette de italodance como banda sonora, hasta un camping en Marbella.  Y en esa primera quincena de agosto, bajo un bosquecillo de eucaliptos y en una tele con las antenas sujetas con una goma, vi Mad Max 2.
Todavía me duraba el disgusto y la atracción de la primera parte, y estaba loco por ver la segunda parte después de alucinar con un par de anuncios televisivos donde pude ver al loco Max más zarrapastroso que nunca, al malo de Viernes 13 (o eso pensaba yo) y un niño que lanzaba bumerangs. Recuerdo que ese detalle, el del bumerang, me llamó muchísimo la atención porque acababa de leer los tebeos de Hulk donde el coloso esmeralda se enfrentaba al malvado homónimo. Vamos, que estaba que no dormía.
La vi en una tele pequeña y con más niebla que otra cosa. Los detalles que se me escapaban los rellenaba yo con altos niveles de flipamiento. Me encantó. Más que la primera. Era como alguna peli que había visto en el vídeo comunitario pero mejor, mucho mejor. Había malos que daba más miedo que el de la primera parte, había una persecución que no acababa nunca, había una mega explosión y un héroe acompañado de un perro. ¡Y qué héroe! ¡Si parecía peor que los villanos! Se negaba a ayudar y sólo lo hacía a cambio de algo. ¡Imposible! Pero molaba tanto que me gustó más si cabe.
Recreé la persecución con mis coches de juguete y gasté varios blocs dibujando Max con poses molonas donde la escopeta de cañones recortados eran más protagonistas que el propio Mel Gibson. Siempre con Hummungus de fondo: superpetado y con la máscara de hockey. ¡Vaya verano!

Obviamente, quería ver la tercera parte. Necesitaba verla.

domingo, 22 de abril de 2018

Mad Max, la fiesta del cumpleaños y el Spiderman de Secret Wars







Si estás leyendo este post con intención de encontrar una crítica sobre Mad Max voy a decepcionarte. Porque este post va de nostalgia, ¡oh! De ese palabra que parece sentar mal en algunos círculos, que está relacionada la sensación de que lo mejor ya pasó, que no hay futuro, como en las pelis de George Miller. Y no. La nostalgia es algo inherente al paso del tiempo, señal de que  pasaron cosas buenas, cosas que merecen ser recordadas.  Total, que me apetece charlar un poco de la serie de Mad Max y de cómo las vi por primera vez.

Estaba en cuarto de EGB, tendría 9 años y llegaba del cumpleaños de mi amigo Alfredo. Los cumpleaños de Alfredo molaban un montón porque vivía en un octavo y ya sólo correr escaleras abajo hasta la plaza rodeada de edificios ya molaba un montón. Lo que molaba era tirar globos llenos de agua desde su ventana, pero eso es otra historia para otro momento. Salíamos todos a jugar al escondite durante horas, o a V, o a deslizarnos por las rampas de los parking subterráneos. Horas de gritos y de flipamiento con el Equipo A, siempre me tocaba Murdock, o Los Masters del Universo. Pero había una cosa que me rondaba ese día: la emisión de una peli en el programa Viernes Cine de la primera cadena. Mad Max o Los salvajes de la carretera. Estaba loco por verla después de leer un artículo en la revista TP, que era más o menos la biblia semanal de aquellos años. Venía con algunas fotos impactantes y hablaba de un hecho alucinante: la muerte de unos de los especialistas durante el rodaje de una persecución. Me dejó muy preocupado ese tema porque había descubierto hacía poco que el cine era engaño y mentira. Incluso le pregunté a mis padres, que leyeron la revista y me dijeron que si lo ponía ahí sería verdad. Palabra de TP.

Llegó la noche y les pedí a mis padres que me dejaran quedarme en el sofá a ver la peli. Estaba con mi pijama de entretiempo, las segundas gafas de mi vida y la certeza de que iba a ver algo muy fuerte. Algo demasiado escabroso para un crío de mi edad. E incomprensiblemente me dejaron. Supongo que fue una de esas decisiones inexplicables, esos actos de gracia, una merced.

Y vi la película. Y flipé. Creo que mi padre ya la había visto antes, en el cine, o no, no lo recuerdo bien. Aluciné y me dejó con el cuerpo malo. Al principio, llevado por el morbo, buscaba algún rastro de esa muerte que decía la TP. Luego me di cuenta de que lo fuerte era lo que estaba en la historia, lo chungo que era todo, lo desalmado que era el malo, y lo mal que lo pasa ese Max que se me sonaba de Arma Letal pero más joven. La escena de la caza a la mujer y al hijo del prota me sobrecogió; la de la muerte de Goose, ese compañero tan gracioso de Max, me flipó por la forma de contar el momento: ese rostro congestionado, bocabajo; la venganza y esa sierra que le ofrece al facineroso. Madre mía.  Una locura que me dejó el cuerpo cortado. Mis padres me dijeron que me fuera a la cama pero me negué. Esto lo tenía que ver hasta el final.

Me dejé embrujar por esos salvajes de la carretera mientras sujetaba con fuerza el muñeco de Spiderman que me había dejado mi amigo Alfredo. Un muñeco de la Secret Wars que me molaba tanto que estuve tentado de intercambiarlo por el mío de Lobezno.  Pero esa también es otra historia.